Hablar sobre la gentrificación en Medellín, específicamente en El Poblado, pareciese ser un tema de moda. Una conversación que se repite tanto en redes sociales como en medios de comunicación y que, paralelamente, expone una serie de características negativas que afectan a la comunidad circundante del sector. Al parecer, la larga estadía de extranjeros de diversas nacionalidades, así como el poder adquisitivo que traen consigo tras el uso de una moneda como el dólar, ha incrementado los costos de vida basados en los precios de la canasta básica: arriendo, servicios públicos y demás necesidades que hacen de la ciudad, un territorio económicamente insostenible para los bolsillos del medellinense de a pie. Que el Sagrado Corazón de Jesús — en vos confío, se apiade de nosotros.
Sin embargo, antes de seguir, es importante conocer un poco sobre a qué se hace referencia cuando se habla de este concepto. Al buscar dicha definición en Google (como casi todo el mundo lo hace), aparece puntualmente: “proceso de renovación de una zona urbana, generalmente popular o deteriorada, que implica el desplazamiento de su población original por parte de otra de un mayor poder adquisitivo”. Con lo anterior, quisiera proponer que nos detengamos un poco para interpretar su contenido. La aseveración comienza diciendo que, es un suceso continuo que consiste en actualizar un mobiliario urbano popular y que requiere algún tipo de intervención para su mejoramiento.
Permitiéndome usar una licencia narrativa amparada en la historia que solo permiten textos como este, citaré a Lisandro Ochoa Ochoa en su libro “Cosas viejas de la Villa de la Candelaria” cuando describía visualmente lo que era el barrio en aquel entonces: un paraje verde extenso con algunas edificaciones hermosas tipo finca para el uso de familias tradicionales. En síntesis, esto era El Poblado para él. ¿Por qué creerle a Ochoa? Más allá de ser un comerciante, empresario y hombre cívico, fue un cronista apasionado por escribir lo que sucedía en la cotidianidad de sus días. Para conmemorar los 80 años de su existencia y hacerle un homenaje póstumo al fallecimiento de su esposa, decidió en 1948 escribir este documento que recopila sus memorias relacionadas con ser el testigo del crecimiento urbano exponencial y desmedido de la urbe.
¿Qué quiso decirnos con esta descripción? Que para finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, el barrio conocido en aquel entonces como “Aguacatal” era un sitio reservado para la convivencia de aquellas familias que contaban con la capacidad económica para la edificación de una vivienda de este tipo, además de la posibilidad de contar con un vehículo propio para su transporte, pues en la creciente metrópolis mencionar el espacio era referirse a las afueras de la misma.
Ahora bien, volvamos a la definición inicial. Esta prosigue diciendo “(…) que implica el desplazamiento de su población original por parte de otra de un mayor poder adquisitivo”. Valiéndome de nuevo de la historia (bendita sea), invitaré esta vez a la matrona antioqueña Sofía Ospina de Navarro. Escritora, empresaria y proveniente de una prestigiosa familia, fue adelantada para su época. Contribuyó en dar los primeros pasos para la consolidación de los derechos de la mujer a través de la escritura y, dentro de ellos, fue toda una experta en también documentar lo que pasaba en la Medellín que habitó.
Parte de estas radiografías sociales quedaron consignadas en “La abuela cuenta”, escrito en 1964 donde, esta vez, se refiere al Poblado como un sector en el que los más adinerados de la extinta villa poseían sus casas quintas de recreo para pasar allí los fines de semana y disfrutar. Por supuesto, ella hacía parte de ese círculo.
Retomemos la pregunta: ¿qué quiso decir? Que este territorio, desde hace más de un siglo, ha sido habitado bajo las mismas condiciones. Fue con el paso del imparable tiempo que este sector se fue urbanizando cada vez más y más, y las quintas que alguna vez sirvieron como lugares de ocio, fueron reemplazadas por casas señoriales que, a su vez, fueron sustituidas por grandes edificios, restaurantes, hoteles boutiques y demás.
Algo común que dejan ambos relatos y sus similares (búsquese más descripciones en Tomás Carrasquilla, Fernando Botero Herrera, Jorge Franco Vélez, entre otros), es que pareciese la comuna 14 —en su mayoría, claro está— ha sido tomada como sitio de urbanización para la clase social más “prestante”. Bajo esta óptica, hablar de gentrificación en el territorio sería un equívoco, pues la conjetura que arrojó el buscador hace hincapié a un fenómeno que aparentemente no ha vivido El Poblado.
No obstante, antes de finalizar quisiera confesar que me quedan algunas dudas en el tema. Desde una conceptualización sociológica, ¿realmente la presencia de habitantes de otros países allí causa un desplazamiento de los locales? ¿Podríamos decir que este lugar presenció el pleito mencionado con la conquista española y todo lo que se ha hablado sobre cómo se fundó Medellín? ¿Todo lo que se conoce como El Poblado realmente contiene grupos de familias con una riqueza considerable?
Las anteriores son preguntas que probablemente se vayan respondiendo a medida que se analiza el caso. De lo que sí tengo certeza, es que la calidad de vida ha aumentado exponencialmente y que se han venido detonando otras temáticas de orden social que perturban la tranquilidad que alguna vez reinó en un villorrio que nació con ínfulas de ciudad, hablamos de casos de Explotación Sexual Comercial de Niñas, Niños y Adolescentes, aumento del binomio venta / consumo de estupefacientes; empero: aspectos positivos como el desarrollo del comercio, reconocimiento turístico a nivel internacional, etc. Que no todo sea malo.
Finalmente, que este artículo quede como una provocación para que tanto académicos como medios de comunicación, y ustedes, amables lectores, decidan hacer un zoom y continúen con el análisis sobre lo que realmente es la gentrificación y sobre si realmente ocurre en Medellín.