Esta es la historia inconclusa de Jorge Medina, mejor conocido como Georgina Strauss. LA GRAN GEORGINA STRAUSS. No porque realmente fuera “gran” sino porque así se creía.
Cada persona que la conocía tenía una versión diferente de ella, pero la versión más importante era la de ella misma. Por eso era “GRAN” porque “la gran Georgina Strauss” era su versión. No se sabe exactamente de donde salió su nombre de mujer. Lo más seguro es que haya sido porque le parecía extravagante y elegante, dos valores (contradictorios) que estaban en lo más alto de su escala. Todo tenía que ser siempre extravagante y elegante.
Jamás quiso hacer ejercicio. Le parecía poco sobrio. En pocas palabras, vulgar. La idea de que la vieran sudando y sin maquillaje le aterraba. Solo una vez intentó ir a un gimnasio. No regresó porque le hicieron quitar los tacones. Con eso sí no condescendía nada. ¡Hasta la muerte la debía sorprender entaconada!
Georgina Strauss no era mujer de un solo hombre. Varias veces intentó sostener una relación sentimental, pero siempre terminaban en desastre. Su fidelidad no superaba nunca los ocho días. No entendía el porqué de la monogamia. Se preguntaba de dónde saldría esa idea tan absurda de querer atarse a una sola persona cuando en el mundo hay millones. Su único y verdadero amor era la marihuana. Con ella sí tenía una relación muy cercana y hasta fiel.
Georgina Strauss vivía trabada. De hecho, vivía de la marihuana, por la marihuana y para la marihuana. La sobriedad le parecía difícil de cargar, no entendía cómo había hecho de niña para sobrevivir sin aquella sensación que le producía el cannabis. De hecho, casi que ni se acordaba de su infancia. El recuerdo más nítido que tenía era cuando jugaba a hacerle trenzas al trapeador. Era su único juguete de niña. El niño Dios siempre le traía carros, helicópteros y monstruos.
Georgina Strauss nunca leía. Ni siquiera sobre belleza. Las letras la mareaban. Pero mensualmente le llegaba una revista cannábica que le servía para mantenerse al tanto de lo que ocurría con su planta en el mundo. Allí se dio cuenta de que había lugares donde se podía fumar, portar y comprar marihuana libremente. Su sueño era tener un cabaret donde se ofreciera gastronomía cannábica (esto también lo aprendió de la revista). Para hacer bien el amor hay trabarse, repetía. Por eso, la lista de hombres con los que se había acostado era inconmensurable. A los diecisiete años esa lista superaba los treinta. No le preocupaba la idea del VIH/SIDA. En palabras de ella, era como tener una gripe y por temor a una gripe no iba dejar pasar ninguna oportunidad para revolcarse.
Georgina detestaba la idea de sentirse una delincuente. Por eso odiaba tener que fumar a escondidas. Siempre lo hacía en un bosque cercano donde parecía que la ley no imperaba. Ese era un pedazo del paraíso en la tierra donde todos los fanáticos de la marihuana iban a fumar. Lo único que le molestaba de aquel lugar era que corría el riesgo de que un tacón se le enterrara.
En una ocasión, las autoridades iban a talar el bosque para construir un gran edificio. El alboroto no tardó en llegar. Georgina terminó marchando en las calles junto a los grupos ambientalistas de la ciudad. Gritó consignas en contra del capitalismo salvaje y rechazó la idea del cemento como sinónimo de progreso. La verdad es que Georgina le importaba un comino el medio ambiente y nunca entendió el concepto de capitalismo. Pero era capaz de todo por su marihuana y por el lugar donde la fumaba.
Georgina no tenía de qué preocuparse. Vivía de la renta. Sus padres la habían dejado muy acomodada. Siempre pensaba que la vida le había dado más de lo que ella se merecía. Pero ese pensamiento no la trastornaba más de un minuto. Así como llegaba, se iba. Lo que sí la trastornaba era la monotonía. El sueño de tener un cabaret cannábico era casi imposible en su país. Para cuando esas ideas progresistas calaran en la gente de su tierra, ella iba a estar dos metros bajo tierra viendo crecer gusanos. Nunca pensó que iba a vivir mucho. La vejez le aterraba. Pero también le aterraba la idea de la muerte. Pero mucho más la de la cremación. Por eso, ya tenía asegurado su lote en el cementerio. Prefería que se la comieran los gusanos a convertirse en cenizas.
Un día cualquiera, Georgina salió de afán de su apartamento y rodó por las escaleras. Un hombre escuchó sus gritos y la socorrió. Fue amor a primera vista. En realidad, Georgina no sintió amor, pero esa es su versión de la historia. El amor de Georgina apareció cuando Robert (así se llamaba) le dijo que vivía en el país del norte. Ella sabía que en aquel lugar podía consumir marihuana libremente. La posibilidad de mudarse allá y abrir su cabaret le quitó el dolor de las heridas que le produjo la caída. En realidad, solo se había provocado unos moretones. Lo más grave fue una uña que se le partió, cosa que odiaba porque las postizas le parecían de mal gusto.
Georgina y Robert vivieron un verdadero idilio durante una semana. No se despegaron en ningún momento. Fumaron marihuana a más no poder e hicieron el amor día y noche. Georgina fingió ser casi virgen pero él no le creyó. Estaba tan enamorado que no le importaba su pasado. Cuando llegó la hora en que Robert debía regresar, Georgina lo despidió como se despiden los grandes amores, con lágrimas en los ojos. Al día de hoy no sabemos si las lágrimas fueron legítimas o una más de sus artimañas. “Conseguir lo que una quiere tiene su precio”, decía a cada rato.
Georgina y Robert quedaron de encontrarse de nuevo en el país del norte. Georgina debía vender sus bienes, solicitar la visa y aprender inglés. Esto último no lo logró. Pensaba que ya tan vieja era imposible. En realidad, era una mujer joven. Tenía 26 años. Pero había vivido como si tuviera más de 50. Le preocupaba el hecho de no poder fumar marihuana el día del viaje. Serían muchas horas entre aeropuertos y aviones. En realidad, eso era lo que más estrés le generaba. El hecho de vender sus bienes y arriesgarlo todo para irse a casar con un hombre (al que no amaba y apenas conocía) la tenía sin cuidado. Su mayor preocupación era la abstinencia. Pero todo valía la pena por la libertad de poner un cabaret cannábico. Esa era su misión. A eso había venido al mundo.
Georgina se fue. Al día de hoy, eso es lo único que se sabe. Nadie volvió a escuchar de ella. Ni siquiera sus amigos. Algunos dicen que tiene el mejor cabaret del país del norte; otros, que fue detenida con marihuana en el aeropuerto y otros, que maneja una red de prostitución. La verdad nadie la sabe. Lo cierto es que de Georgina se sigue hablando por estas tierras. Los marihuaneros locales han entretejido toda clase de mitos alrededor de su persona. Los que la conocieron son interrogados para que cuenten detalles sobre su vida. La mayoría exagera. Lo cierto, otra vez, es que de Georgina Strauss, de LA GRAN GEORGINA STRAUSS se sigue hablando y se hablará.