Estamos rodeados de fronteras. Para entrar en otro país necesitamos visa, ingresar a diferentes lugares en el mundo solo es posible por autorización y hasta nuestro jardín lo tenemos limitado del terreno del vecino.
En parte haber instaurado ciertos límites ha sido útil para el desarrollo de la civilización; sin embargo, el cuestionamiento de dichas fronteras toma fuerza cuando vemos que empezaron a existir también en el ámbito de lo humano. Comenzamos a dividirnos entre nosotros tomando nuestras diferencias personales, físicas y culturales, como si de barreras geográficas se tratara.
Todos los seres humanos nos hemos visto permeados por este afán de disgregación, tanto que la población LGBT ha sido una de las tantas víctimas de aquello que la mayoría considera “normal” o “aceptable”. Cada ser humano desde su nacimiento pasa por el tamiz de las etiquetas en el cual le ponen algunas y le quitan otras, y el resultado es determinante en su tránsito por este planeta.
Y eso sucede también al interior de cada grupo humano. Tenemos una especialidad en etiquetar, no es un secreto para nadie, ni es un tema nuevo. Altos o bajos, flacos o de gimnasio, tal vez osos; ¿dónde vive?, ¿tiene una carrera o no?, ¿ha salido del país?, cero plumas, 100% serio para otro igual; estos y otro montón de filtros hacen parte del día a día para nosotros los hombres gays.
Ahora bien, si esto no es un tema nuevo, ¿qué es lo que tengo que decir al respecto?
Como pertenecientes a un grupo determinado por unas orientaciones sexuales “no normalizadas”, hemos sido víctimas de discriminación constante de grupos externos, sumada con la discriminación que se vive entre nosotros mismos; sin embargo, el llamado está en reconocernos no como población LGBT sino como seres humanos y todo lo que esto implica.
Tenemos en común cientos de características: todos lloramos y reímos, soñamos en muchas ocasiones con una carrera o tener una pareja estable, todos tenemos incertidumbres, padres y un país que nos arraiga, con sus procesos culturales particulares. Todos hacemos parte de una misma humanidad, así que, ¿por qué no enfocarnos en lo que tenemos en común con los demás?
Esto es entonces una apología a celebrar las manifestaciones individuales del otro, es un llamado a dejar de lado nuestro pequeñito ego que con su afán de hacernos sentir diferentes y superiores, nos impide valorar la riqueza que se esconde detrás de la diferencia y de la cual podemos aprender muchísimo. Sé que no es fácil, pero sí sé que se puede trabajar… Se debe trabajar… Porque solo cuando reconozcamos que es más lo que nos une que lo que nos diferencia, podremos empezar a salvar la humanidad.