Disney es una máquina de sueños. Generó una serie de princesas con vidas sencillas, pero con singularidades especiales que las hiciera destacar entre las otras, les dio hermosos vestidos y vidas perfectas. Tan perfectas sus vidas que no las dejaron solas, tenían que tener a un escudero a su lado, alguien que velara por su bienestar y para ello crearon a sus príncipes azules.

Así es, los príncipes azules son una creación de Disney. Lastimosamente eligieron mi color favorito para categorizarlos. Son hombres hermosos, fuertes, inteligentes, adorables, delicados, sencillos, entre otras tantas singularidades de un hombre perfecto, sin mancha ni defecto, sencillamente el hombre envidiable.

Muchas veces yo he visto esas mismas calidades en los hombres que han llegado a mi vida. Su adorable belleza (subjetiva y por lo general no compartida por mis amigos), su vida aparentemente perfecta y sobre cualquier cosa su trato hacia mí.

Convencido en ser el centro de la tierra para aquel príncipe, me convenzo que su trato déspota es para mantener un bajo perfil, su poca importancia forma parte de un trabajo psicológico para que caiga en sus manos y agradezco infinitamente a la vida por hacer recíproco un “buenos días” con un “¿cómo amaneces?”.

Cada acción de estos príncipes es para mi magia. No encuentro error en sus acciones, exalto que mantengan una comunicación conmigo y sus voces son como un susurro para mis oídos. Se convierten en verdaderos dioses que merecen toda mi adoración y culto.

El último príncipe azul creado por mi cerebro me habló por casi 4 meses por redes sociales. Era un personaje de hermosa apariencia física, sus lentes cuadrados y gruesos enmarcaban sus imponentes ojos verdes, su barba negra y frondosa era una muestra de su virilidad, sus tatuajes eran un culto al buen gusto y su contextura una razón para abrazarlo hasta que mis brazos se adormecieran y cayeran extasiados de dar amor.

Como pueden leer era un personaje que me tenía cautivado. Desde aquel día en el que nos conocimos por Grindr no habíamos parado de hablar. Pasamos al WhatsApp, nos convertimos en amigos de Facebook e intercambiamos trinos en Twitter, hablábamos bastante seguido. Éramos de la misma ciudad, vivíamos a unos cuantos kilómetros, pero en 4 meses evadió constantemente el hecho de vernos cara a cara.

Una tarde le pedí que intercambiáramos ubicación. Estaba en casa de una tía que vivía en el mismo barrio donde coexistía mi príncipe azul. Estaba a muy pocas cuadras de su casa. Le pregunté si podía ir y mágicamente accedió y hasta se ofreció a recogerme.

Fue un momento hermoso, el mundo se paralizó y sentí que un milagro había ocurrido. Imagine su carruaje, su tierna voz y el instante del primer beso.

Esperaba con ansias su llegada, pensaba que llegaría en un automóvil BMW último modelo. Pero no, llegó en una moto AKT con varios años encima.

Ahora quería escuchar de esa voz gruesa que me mandaba por notas de voz un “hola príncipe, súbete a mi carruaje” y terminó siendo una voz chillona reclamando “¿usted es que nunca se ha montado en una moto?”.

Honestamente en mi vida me había montado en una moto, no sabía ni donde poner los pies y menos que no me podía mover. Me llegué a asustar porque me vi en el suelo y sin casco no me imaginó la magnitud del accidente.

Llegue a su casa, fue amable, me ofreció helado, vimos televisión (sinceramente creo que prendió el aparato para evitar hablar).

En medio de aquel programa de cocina me lancé sobre él para robar un beso. Nuestros labios se unieron y yo intenté mezclar más afecto y picante agregando lengua e inmediatamente me detuvo. No fue un beso plop.

Casi no hablaba, pero al preguntar por su pasado contó cada detalle. Vivía en otro castillo con su príncipe azul, su relación se deterioró con el paso de los años, tanto que sin aviso lo abandonó, se fue a tierras lejanas. Supuestamente el dolor estaba sano, pero sus ojos verdes pronunciaban otra realidad.

Mi príncipe tenía ya otro príncipe en tierras lejanas, su corazón estaba ocupado y por sus acciones no tenía ganas de reemplazarlo, dejarlo en el olvido o simplemente usarme.

Entendí que su corazón no estaba preparado ni para una amistad cuando casi me echa de su casa con el pretexto de debía levantarse temprano al día siguiente. Pensé que me acompañaría a buscar un taxi, pero me mando a esperar a la portería solo en medio de una noche fría.

Yo aún confiaba en que al día siguiente me escribiría, me llamaría, me daría un toque, me hiciera un trino, pero no desapareció para siempre.

Entendí que la frese “simplemente no le interesas”, escrita un centenar de veces en el libro Qué les pasa a los hombres, es cierta. Greg y Liz dicen que “si le gustaste, se acordará de ti incluso después de un tsunami, una inundación o si su equipo favorito baja a segunda. Si no le gustaste, no merece tu tiempo. ¿Sabes por qué? Porque tú vales mucho”.

Sin embargo, era mi príncipe azul, aquel que adoraba sin verlo cara a cara, aquel por el que suspiraba sin ni siquiera mostrarme afecto, aquel amor platónico creado por mi cerebro.

¿Les ha pasado algo así? ¿Han endiosado hombres? ¿Se han dado cuenta de que están llenos de amores platónicos? Estoy dispuesto a leerlos…

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