“La familia es sagrada”
“La familia es papá, mamá e hijos”
“La familia es un diseño perfecto de Dios”
“Es naturaleza inmodificable”
Familias conservadoras.
Salir del clóset no fue fácil; mi familia, conservadora a morir, de costumbres cerradas a las diferencias, en una ciudad hostil, me hizo difícil este proceso. ¿Acaso somos transgresores de hogares?
La familia debería protegernos, no atacarnos.
El 09 de diciembre de 2017 fui expulsado de mi hogar. Hace tres años la intolerancia me puso una de las batallas más duras que he vivido. Hasta hoy nunca había escrito al respecto. Mi mamá murió cuando tenía un año y desde entonces vivía con mi familia paterna. Una familia no tradicional pero mesurada: papá, tías abuelas, abuela, etc.
“Lo que haces es asqueroso”, “tenga muy claro que nunca lo vamos a aceptar”, fueron algunas de las sentencias que me dijeron esa noche previa a la navidad. Me sentí humillado y denigrado. Pero hoy veo que no estoy solo, infortunadamente es un drama común. El 20% de la población LGTBI caracterizada en el 2015 manifestó haber sufrido violencia física o verbal en sus familias.
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Aquel diciembre descubrí lo que hace la intolerancia.
Silenciar la diferencia para muchos colombianos ha significado que son callados por el no pertenecer al común, a la norma o a ese ideal heteronormado. “Desde ahora no se le cocina, ni se le lava ropa en esta casa, ni internet le vamos a pagar” me dijeron, todo apuntaba a que ser marica nublaba el juicio y todo el amor que se promulgaba; era una razón básica para negarme mis derechos fundamentales.
El problema es estructural; así, los estereotipos alrededor de la población LGBTI han creado grandes mentiras sobre nosotros. “Dígame la verdad, ¿lo violaron cuando era niño?”, se me preguntaba hasta el cansancio. Aún se cree que nuestra orientación sexual es producto de algún trauma que es posible corregir. No es fortuito, apenas en 1990 la Organización Mundial de la Salud eliminó la homosexualidad de la lista de enfermedades mentales.
Ser marica en una sociedad como la nuestra es vivir cuestionado, sentirse con miedo en el espacio público y sufrir por el hecho de ser uno mismo. “Yo mandé a preguntar si usted se depilaba las cejas para saber qué pasaba con usted”, “puede ser gay pero no puede dejar de ser hombre y caballero”, fueron otras expresiones que me dijeron. La masculinidad en esta sociedad es absolutamente imperativa e inmodificable en cualquier otra forma de manifestación.
Los movimientos cristianos y de extrema derecha han acusado a la población LGBTI de querer cambiar el modelo tradicional de familia. Y están en lo cierto:
Queremos cambiar familias intolerantes que discriminan, por las que abrazan la diversidad y la empatía.
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“Papá, soy gay”… Largos minutos de incómodo silencio… Hasta hoy en día no sé nada de él.
En perspectiva mi historia podría ser un cuento de hadas. Hay 70 países que criminalizan las relaciones entre personas del mismo sexo. El matrimonio igualitario es legal en apenas 28 países. En Indonesia, en el año 2017, dos hombres recibieron 83 azotes por tener relaciones homosexuales.
¿Hasta cuando la intolerancia y los discursos de odio van a seguir separándonos?
Una persona LGBTI tiene mayores probabilidades de ser expulsado de su hogar y abandonar la escuela que cualquier otro ciudadano.
Al otro día de mi expulsión, justo antes de cenar y después de sus palabras de rechazo: “Vamos a hacer una oración por la unión de la familia”, buscaron una plegaria inexistente que hallara mi “redención”. Esta fue una situación que omitía el más básico principio de amor fraterno: amaos los unos a los otros.
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Las oraciones no te quitan lo marica, pero con un acto de amor se puede perdonar lo que no debe suceder en esta sociedad: la expulsión.