Celebramos nuestro cumpleaños, los meses que llevamos con nuestra pareja, el aniversario de muerte de un ser querido, pero ¿por qué no celebrar nuestra salida del closet?
Estoy próximo a cumplir mi tercer aniversario de mi declaración abierta de homosexualidad al mundo. Aquel 25 de marzo de 2013 cambió inesperadamente el rumbo de mi vida, creó un hito y me dio un motivo para celebrar.
Desde el jardín sentía un gusto por mi mismo genero, una curiosidad por abrazarlos y hasta los correteaba para robarles besos.
Mi sexualidad estaba definida desde hace muchos años atrás pero estaba encerrado en el closet. En el confort de no contar a nadie para evitar preguntas incómodas, para procurar que no me señalaran y terminar sintiendo dolor por mi orientación.
Era plena Semana Mayor, un Lunes Santo, un lunes festivo. Temprano mis hormonas querían salir y hacía poco había descubierto el placer de la masturbación.
Aprovechando el iPad, el regalo de navidad de mis padres, busco paginas porno. Pero no cualquier porno, uno que reafirmara lo que ya sentía desde hace años, quería ver y tener placer observando dos hombres teniendo relaciones sexuales. Era la primera vez que efectuaba tal búsqueda.
Todo eso un lunes santo, llegue a pensar que quedaría disecado o me vendría una maldición por hacer semejante proeza en tal fecha. Sin embargo sucedió y sin dejar huella del acto, como un crimen que hay que ocultar, continua mi día sin más.
Al poco tiempo, menos de una hora, mis padres despiertan. Hacen el desayuno y continuamos el descanso propio de un lunes festivo. Mi padre decide tomar el iPad para una consulta, sin preocupación se lo paso.
Al desbloquearlo encuentra lindas escenas de hombres jugando, pero no propiamente fútbol. Como buen criminal, aunque intentase limpiar el hecho deje una huella por donde atar cabos para terminar encerrado.
Su reacción no fue escandalosa, se acerca a mi madre y suavemente exclama: “Felipe tenemos que hablar”. Tanta suavidad se me hacía extraña y pasa por mi columna un leve frío que anticipa mi suplicio.
Sentados en la sala de la casa se instaló todo un tribunal. Sin abogado defensor, con pruebas alicientes del crimen entre sus manos y un historial de sucesos, que aunque parecían ser inocentes constituían todo un antecedente de un posible criminal. Comienza el interrogatorio. Se me acusa de homosexualidad.
Van y vienen las preguntas, sin embargo el acusado no responde. Los dos jueces implacables exigen respuestas. Al acusado se le derrama una lágrima y responde a todas sus inquietudes pronunciando dos palabras: “soy gay”.
El juez, mi padre, sale de la casa. El portazo de su salida fue similar al golpe del mallete que anunciaba el final de la sesión.
No había resolución para tal crimen. La jueza, mi madre, se quedó para consolarme y dar una serie de soluciones que no hacían más que aumentar mi odio: “¿ya probaste mujer?”, “debes ir donde un sacerdote que te oriente”, “¿como curarte? quiero ayudarte”.
Mi madre no es mala pero desconocía lo que era ser gay. Para ese momento solo lloro, retiro sus manos de mis hombros, busco el computador y googleo historias similares y encuentro una llena de odio y resentimiento.
Quería escribir yo mismo una historia en mi blog, pero no me salían palabras e irresponsablemente parafraseo el texto anteriormente encontrado, lo acoplo a mi situación. Publico en mi blog “No daré vuelta atrás”.
Estaba lleno de odio por la forma como pasaron las cosas, por la incomprensión de mis padres. Tenía que hacer visible mi odio, abro mi Facebook y hago pública la entrada de mi blog.
A los pocos minutos se enteran amigos, tías, primas, familiares en ciudades alejadas como Miami y Sidney. Internet me facilitó el contárselo al mundo, pero se enteraron desde mi odio desde, mi cara menos amable.
Pido perdón si mi escrito precoz ofendió a alguien, pero aprendí de ello. Aprendí a ser quien soy, a enfrentarme al mundo con mi realidad y aceptar mis propias decisiones.
A las pocas horas retorna mi padre a casa. No saluda a nadie, entra desesperadamente a mi cuarto, no pronuncia palabra alguna, solo deja algo encima de mi escritorio. Aquello desde entonces lo tomo como un lindo “te acepto”.