Recuerdo todavía cuando de niño, en la víspera de Navidad, me llevaban a ver el aparador de Sears, una tienda departamental que todavía existe en la Av. Insurgentes, de la Ciudad de México. Y es que los primeros días de diciembre, aparecía detrás del cristal un Santa Claus con su trineo y unos renos que, aunque se veían más falsos que billete de $30, me llenaban de emoción.
Pero como yo con ver nunca me he quedado conforme, hacía que mis papás me llevaran al centro a ver al Santa Claus de carne y hueso que se ponía justo en la esquina del Palacio de Bellas Artes. Aquel señor vestido de rojo y con unas barbas ya percudidas, me sonreía, extendía sus brazos y me cargaba para sentarme en sus piernas. Entonces yo me sentía parte de un mundo lleno de magia hasta que sonaba el “click” de la cámara y la fantasía se terminaba porque detrás de mi había otros 11 niños esperando sentir la misma emoción al verla plasmada en su fotografía.
Muchos años me tomó volver a encontrar a alguien que me hiciera sentir lo mismo al abrazarme y sentarme en sus piernas. No voy a mentir, me senté en muchas aún sabiendo que no eran de Santa Claus, hasta que después de muchas navidades, primaveras, pascuas y demás, apareció en mi vida alguien que sin trineo, sin renos, sin panza y con las piernas flacas logró hacerme sentir feliz y emocionado al verlo. Y no sólo cada Navidad, sino cada noche y cada mañana. Él no llega en trineo pero sí en bici. Él no entra por una chimenea y se embarra de tizne, pero sí sabe ensuciarse conmigo. Nunca el Santa Claus del centro me aguantó tanto y por tanto tiempo. ¡Menos mal! Mi madre no hubiera soportado verme enamorado del gordo de barbas que cargaba a los niños y mientras tanto, de reojo les miraba el escote a sus mamás. Pensándolo bien, aquel Santa Claus nunca me traía los juguetes que yo le pedía. No se por qué seguía dándome tanta emoción verle la cara año con año. ¡Qué poquita dignidad la mía! Ja, ja. Cuando yo le pedía una muñeca, él me traía un rifle, cuando le pedía una cocinita, él me traía un balón de fútbol americano. Es más, ¡Puto Santa Claus! Sí, puto él no yo, porque mientras yo le pedía mis regalos sin malicia y con ilusión, él me daba lo que él quería y no lo que yo necesitaba. No sé quién de los dos habrá sentido mayor frustración. Pero afortunadamente las piernas flacas en las que me siento hoy si saben lo que yo quiero y lo que me gusta. ¡Este barbón si sabe darme muy buenos regalos! ¡Cómo le agradezco a la vida haberme concedido este cambio de piernas! Además, el otro barbón tenía gorda la panza, este lo que tiene gordo es… el corazón. Y como si fuera poco, el otro barbón dejaba sus regalos y desaparecía. En cambio este no se va, se queda a desayunar conmigo, me pone música alegre, me prepara el café como me gusta y me mira muy bonito.
Cuando niño me decían que si no me portaba bien, Santa Claus no me traería nada. Ahora se que si me porto mal, mi barbón me dará la oportunidad de dialogar, me perdonará y los dos creceremos como personas sin dejar de ser niños.
De verdad no sé porqué quería tanto al tal Santa Claus y hasta le pedía que me llevara con él al polo norte.Lo bueno es que hoy sí se por qué amo a mi barbón de piernas flacas y le pido que me lleve a un lugar muy calientito.
Bling-bling hacen las luces del arbolito de Navidad esta noche y yo aquí sentado esperando ver llegar a mi verdadero Santa Claus.
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