En esta época en la que casi todo el mundo enfrenta los rigores de la recesión económica por cuenta de la pandemia por coronavirus, decir que se celebra es casi imposible para esta población.

Se calcula que en Colombia hay alrededor de veinte siete mil trabajadoras sexuales, según proyecciones del sindicato de trabajo sexuales SINTRASEXO.

En Nariño se calcula que hay más de dos mil personas que sobreviven de este trabajo y que es considerado como el más antiguo del mundo. Pocas personas conocemos lo duro de la calle y el proceso de superar esa etapa de la vida, deberíamos ser muchas más las que logremos avanzar en la capacitación laboral, la formación académica y la obtención de oportunidades para dignificar nuestra existencia.

Algunas personas consideran que llegó la hora de que se erradique este trabajo pues las condiciones actuales como consecuencia del COVID-19 no avizoran soluciones prontas; el riesgo que se corre de contagio para las trabajadoras sexuales es alto, así como el riesgo de propagación, pues comparten diariamente en lugares sin ningún protocolo de prevención y bioseguridad.

El contacto físico diario con sus clientes representa la oportunidad perfecta para que el virus pueda alojarse. Muchas de ellas viven con su familia, lo que implica también el riesgo de llevar a casa el virus y lamentar el contagio de sus familiares, siendo en su mayoría adultos mayores, niños y niñas y sumado a esto, en casi todos los casos, la mala alimentación implica un nivel bajo de defensas que incrementa sin duda ese constante y latente riesgo.

Se considera que las cuatro ciudades donde están las trabajadoras sexuales de mayor edad son Ipiales, Pasto, Bogotá y La Virginia (Risaralda), envejecer en esta situación es sinónimo de abandono estatal y el egoísmo característico de la sociedad colombiana en el que cada quien vela por su propio bienestar, ser una persona de la tercera edad ya es una condición de vulnerabilidad, pero ser una persona que envejeció en medio de los trasnochos, la mala alimentación e incluso la secuelas en salud de algunas malas decisiones o peor aún del consumo indiscriminado de licor al lado de algún “buen cliente”, es casi una condena; terminar en la mendicidad en la puerta de una iglesia resulta paradójico ya que la razón para que muchas de ellas lleguen a viejas, pese a el sufrimiento toda su vida, es la fe de que algún día la situación cambiara.

¿Si se acabara el trabajo sexual que pasará con las que aún están en edades productivas? ¿Estará preparado algún empresario para ofrecer la formación y el trabajo a quien decida asumir otra forma de sustento? ¿Estará preparado el Estado para brindar una vejez digna a quienes ya merecen jubilarse y no saben ni siquiera en significado de esa palabra? Muy seguramente la respuesta es no.

Las deudas y responsabilidades no se hacen esperar, dicen en medio de su desesperación quienes, pese a las medidas de aislamiento obligatorio decretadas sobre papel, son amenazadas con la imposición de multas o sanciones legales por salir a conseguir la comida para sus hijos, la misma que jamás llegara por cuenta del Estado a sus mesas.

En Japón el gobierno decidió subsidiar a las trabajadoras sexuales como medida de contención al coronavirus, lejos de esa realidad esta Colombia, no por falta de dinero, pues la plata se ha perdido por la corrupción que resulta siendo una pandemia más antigua que el coronavirus y lejos de encontrar una vacuna, pareciera que se arraiga cada vez más en la sociedad.

Son muchas las investigaciones que se adelantan en el país por corrupción y mal uso de los recursos que representarían la posibilidad de que las trabajadoras sexuales en su día celebraran al menos el hecho de tener un plato de comida en su mesa, una herramienta de conectividad para que sus hijos asistan a clase; otra pandemia más, el dolor de una madre al pensar que su hija no podrá estudiar acrecenta el riesgo de que también sus hijas repitan la historia y terminen encontrando como única opción la prostitución como forma de vida.

Entonces, ¿celebrar qué? Este es un día para lamentar las brechas de inequidad, la perdida de la esperanza, lejos está la posibilidad de reunirse con sus pares y al menos compartir un abrazo un vaso de chocolate para celebrar la vida, las organizaciones que alguna vez lo hicieron hoy están preocupadas por llegarles con soluciones inmediatas a las que están más que mal, ya enfermas o con problemas de inmunosupresión, son aquellas a las que por nada del mundo podemos permitir que se expongan al virus, pero tampoco podemos hacerlas visibles pues suficiente ya con el estigma de ser puta como para ser señaladas como enfermas.

Me duele mi pueblo, me duele la vida misma, las injusticias de unos las pagamos todas

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