EDITORIAL
Ya lo hemos dicho en repetidas ocasiones, vivimos en una sociedad que se ha estructurado para temer, por ende violentar y excluir, lo que puede llegar a entenderse como diferente dentro de un falso imaginario de normalidad que se amarra a la idealización del cuerpo heterosexual que nos han inculcado instituciones como el estado, la iglesia y la familia, lo cual desencadena un constante etiquetar para suplir, lo que pareciera una necesidad por rechazar.
Esto podría llegar a explicarse con lo que expuso Howard Becker en su polémico libro de 1963, ‘Outsiders’, donde plantea una “teoría interaccionista de la desviación”, que de cierta forma define que “la desviación no es una cualidad intrínseca al comportamiento en sí, sino la interacción entre la persona que actúa y aquellos que responden a su accionar”, es decir una interpretación simbólica del accionar entre los llamados ‘desviados’ y los autoproclamados ‘emprendedores morales’.
Es resultado de esto que, a través de la creación de etiquetas que nacen como insultos, se ejerza violencia a partir del lenguaje contra nuestras vidas, se instituyen unas palabras y expresiones peyorativas que buscan segmentar a las personas por fuera de la hegemonía cis-hetero-patriarcal.
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Sin embargo, la movilización social a lo largo de los años, ha sabido darle sus buenas lecciones al sistema, desarmando mecanismos de violencia a través de la reivindicación del lenguaje como mecanismo de construcción de realidades alternativas.
Al tiempo que expresiones como gay, lesbiana y queer se usaban para señalar la rareza en el otrx en Europa y Estados Unidos; acá en América Latina también nos dimos la pela con expresiones como bollera, traveca, marimacha y marica, entre otras que se concibieron con la intención de hacer un suplicio habitar espacios públicos y privados.
De allí que una gran cantidad de personas e instituciones hayan aprendido a temerle a las palabras, pero ahora la apuesta debe ser por un lenguaje que se desnude de discursos llenos de eufemismos para apropiarse del insulto y resignificarlo para la lucha por la visibilización de una existencia que se sale de la norma, porque no tiene que encajar, porque hemos aprendido que la disidencia otorga libertad.
Por esta razón es que hacemos un llamado por entender que ese temor a las expresiones le da poder al insulto, cuando el deber ser es crear conciencia que sólo aquella palabra que yo permito que me hiera, va a lograr reducir mi dignidad humana ante quien nos cataloga de ‘desviadxs’, pero si por el contrario, entendemos que ese ‘marica’, ‘traveca’ o ‘machorra’ no me nombra frente al odio, sino que reivindica una lucha histórica, le quitamos el poder criminal a quien se cree con la falsa autoridad de atentar contra nuestra existencia.
Perdamos el miedo, porque tenemos la oportunidad de contrarrestar el odio desarmando el lenguaje.