Quiero agradecer a egoCity por brindarme la oportunidad de compartir con sus lectores el proceso de toda una familia para aceptar, amar, admirar y respetar a un hijo-hermano gay. Soy madre de cuatro hijos maravillosos, tres varones y una mujer. A ellos les he brindado todo mi amor. Sin embargo, entre mis hijos hay uno por el cual, desde niño, he despertado un interés especial. Sus hermanos dicen que le he querido más y, dejándome llevar por lo que ellos piensan, me lo he cuestionado. Sin embargo, he llegado a la conclusión de que no es que lo quiera más es, sencillamente, que en mi amor de madre, presentí que él me iba a necesitar más.

Un día cualquiera descubrí su “secreto”. Ese hijo–hermano, maravilloso en todo sentido, era gay. De repente, todo se derrumbó. Fue tan fuerte que lloré quince días seguidos. Sentía rabia, dolor, desilusión, angustia, pena ajena… bueno, de todo al mismo tiempo.

Era algo que no podía creer. Nunca lo pense. Él siempre fue muy serio, muy centrado en todo, sin “plumas” o comportamientos que me hicieran sospechar que fuera “así”. Sí “así”, porque en ese momento ni siquiera me atrevía a pronunciar otras palabras como homosexual, gay o cualquier otra con las que los suelen nombrar.

¿Quieren saber nuestras primeras reacciones? Yo gritaba desesperada, lo culpaba de mi muerte moral y espiritual, de mi infelicidad, de mi incapacidad de volver a reir, de haberle puesto punto final a mi vida. Recuerdo a su hermano mayor decir entre sollozos “eramos una familia muy felíz”, en pasado porque el presente era sufrimiento total. A nuestra familia se la tragó el silencio. Nadie hablaba, se acabaron las reuniones familiares en las que soñábamos armando el futuro de cada uno y en las que terminábamos riéndonos a carcajadas. Así fueron esos horribles quince días donde yo quería recibir a mi hijo cuando llegaba de la universidad con un abrazo y un beso como lo hacía siempre, pero no, no podía y eso me dolía más. En mi cabeza solo rondaba la imagen de un hijo que no se iba a casar nunca, que no me iba a dar un nieto, que saldría a la calle de tacones y vestido de mujer (cosa que nunca ha sucedido), y que sería el motivo de burla de la gente. Una y mil veces me preguntaba ¿cómo le voy a decir a mi familia, a mis amigas, a mi gente? ¿Qué le voy a decir a la familia de mi esposo? que por cierto es bien conservadora.

Dios mio, que hago ayúdame por favor. Y sí. Ese “Dios mio ayúdame” llegó trayéndome la comprensión. Fue más fuerte mi amor de madre que el miedo, el egoísmo y la vergüenza -ahora me pregunto, ¿vergüenza de qué?- Dios puso un ángel en mi camino que me supo hablar y sus palabras despejaron toda inquietud, toda angustia, me hizo abrir los ojos. Entre las cosas que me dijo, hubo una que realmente me llegó:

“Señora usted no está llorando por su hijo, usted está llorando por sus amistades, por el que dirán”; y sí. Me di cuenta que era verdad y me sentí muy mal.

Tambien pensé que si Dios lo hizo así para algo será. Todo lo creado por Dios es perfecto y tenemos que aceptar su voluntad, además los hijos no son objetos que se puedan devolver porque no nos gusta como son. Gracias a Dios entendí el mensaje. Tenía que ser más importante mi hijo que todos los prejuicios de la sociedad.

Ese mismo día hable con mi hijo y le di el abrazo que no debí quitarle nunca. Me despojé de tanto egoísmo y de tanto ego ofendido o lastimado, para abrirle nuevamente mi corazón y darle todo el apoyo que necesitaba.

Eso hace ya tiempo, no se cuanto, lo que si sé, es que me he reido muchas veces, miles de veces; he sido feliz muchas veces, miles de veces, y mi vida no acabó ahí donde creí que acababa. Me di cuenta que maduré más, me hizo mejor madre, mejor persona, más creyente en Dios.

¿Quieren saber la recompensa? Somos una familia unida y más feliz. Aceptar la voluntad de mi hijo nos enseñó también a amar, admirar y respetar. Hoy, gracias a nuestra comprensión, amor y apoyo, mi hijo es una persona feliz, llena de hermosas ideas, inteligente, triunfadora, honesta, transparente y con grandes valores morales. Hoy mi hijo me ha dado muchos motivos para sentirme orgullosa. Hoy mi hijo camina por la vida con su frente en alto, orgulloso de lo que es, con una sonrisa que no se desdibuja de su rostro, con una mirada linda y transparente, sin temores y con la libertad de amar a quien el desea y no al que la sociedad le imponga o lo que es peor, sumido ante la voluntad de una familia que le obliga a desconocerse, a engañar, a ser infeliz.

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