“No es el primer homosexual, válgame Dios, del Parnaso chileno, lleno de locas en los armarios, pero es el primer travesti que sube al escenario, solo, iluminado por todos los focos, y que se pone a hablar ante un público literalmente estupefacto”. Roberto Bolaño

No es posible clasificar como periodista a un hombre que vive como poeta aunque no escriba poesía1. Lemebel puede ser muchas cosas. Sus crónicas aparecen como crónicas porque son reales y porque necesitan tal vez de un nombre para que los libreros sepan en qué estante clasificar sus libros. El problema radica en eso de tener que denominar. A él le tocó el remoquete de travesti, que carga con honor, y la vida le ha querido montar otros que él que todo lo resiste no está dispuesto a cargar del todo.

Pedro Lemebel es toda una puesta en escena que tuvo que someter sus condiciones de pobreza, de lucha racial y preferencia sexual a décadas de dictadura en las que hacía falta ser un alarido ante el horror. Con el riesgo y todo pero con los suyos supo hacer barrera desde su frente. Una proeza nada sencilla en una guerra que perdían de tajo los que hablaban de más y los de izquierda, que resultaban ser los mismos. Reclamantes a viva voz del paradero de los suyos, de condiciones justas en medio de un país dividido por el dolor. Una causa que seguro es más difícil si se lucha en tacones.

Desde el nombre es contradictorio, su apellido es liso, casi aceitoso y sonoro, y el Pedro, una piedra, una roca de esquinas talladas al calor del tropel siempre dispuesta a lanzarse. Un líder de opinión entre los marginados, travestis que en medio del barullo y con la obligación de tomar un partido en medio de la crisis social, no se dejaron apabullar y ante las retaliaciones hacían frente con las puntas de sus tacones en alto. Porque algo de poético tiene que los soportes que según Lemebel le daban el valor para hablar en público, también pudieran servir como defensa.

En él está la representación de un proletariado defendido a golpes, un sobreviviente de la represión y de la discriminación que debió hacerle espacio a su nombre a fuerza de luchas. Una juventud desde la abadía de los panaderos donde él era la cereza en el pastel; agria para muchos, pocas veces dulce, no podía ser dulce. Todo él una apuesta política en la que toma sentido eso de tomar partido hasta mancharse, como lo proclama el verso del poeta Gabriel Celaya.

Ataca desde todos los frentes porque es atacado por todo y a esa dictadura se sumó el sida que apareció como un agente encubierto en los ochenta, el único no milico pero igual de rastrero, para acabar con las voluntades de las locas desde adentro; recientemente un cáncer de laringe que seguramente perjudicó su relación con la marihuana, pero aún con sus años y con todo lo que ha resistido su piel, sus deseos de vida no parecen doblegados.

Lemebel no estaría cómodo en una sala de redacción, menos aún aguantando el clima de un consejo de redacción, muy temprano en la mañana y con un tema asignado a dedo. Él afirma que escribe sobre lo que le gusta y por eso no trabaja por encargo, no podría ser un reportero declarado hablando de lo que toca. Determinar que sus crónicas carecen de la objetividad que intenta encontrar el periodismo en todo lugar es darle un espaldarazo a sus trabajos porque con ella seguro sus crónicas serían más aburridas. Él es un cronista que usa como insumo su vida y sus experiencias para adentrarnos a una versión del mundo bastante particular, mediada por su condición, que ofrece la cercanía valiosa de una realidad que no es tan sencillo conocer desde adentro, no desde tan adentro. Plagadas a veces de esa cursilería necesaria para entender que en sus recuerdos pueden encontrarse grandes rasgos de la humanidad sin tener que llenar y llenar folios como un desahuciado. Con un estilo particular, su sello y algo de colorete.

Un personaje sin duda ajeno a la retaguardia y curiosamente en medio del movimiento. Su condición no fue solo un problema de segregación social, en una entrevista para La Nación habla de cómo “la homosexualidad también sirvió de escudo” en aquellos años de represión. Haciendo referencia a un episodio en su vida donde la casa en que vivía junto a otros homosexuales era guarida de algunos responsables de un atentado a Pinochet y cómo en cierta ocasión, ella misma tuvo que llevar en sus manos unas bolsas negras que de haber sido revisadas habrían tirado todo al traste, pero que los milicos no inspeccionaron acaso por desidia y asco: “Era un lugar donde había homosexuales y hippies, había música todo el día. No era sospechoso” 2 La única casa no revisada de la cuadra entera. Un testimonio directo de su cercanía, de su entrega a las causas que consideraba justas.

Con la crónica El malentendido del unicornio, no se encuentra una proximidad temporal, de hecho el libro fue publicado en 2003 y la anécdota agria que Lemebel tuvo con Silvio Rodríguez sucedió ad portas de la democracia chilena a finales de la década de los ochentas, más de diez años, lo que reafirma su capacidad para memorizar esos momentos fundamentales que luego saca con cuidado (para no mezclarlos mucho) y plasma en el papel magistralmente. Dándole valor a la brevedad, dándole valor a su experiencia de vida. Aunque me late que a veces le salen mezclados pero no importa, su escritura tiene también esa sensación de fábula que hace que uno del final espere cierta enseñanza o esa sensación en el pecho difícil de quitar.

Lemebel junto a otro travesti había atravesado la cordillera en busca de un aire menos fascista y arribaron a una Argentina que ya salía de su dictadura. Querían escuchar especialmente al artista que no podía cantar en Chile pero que cargaba en sus letras muchas de las arengas de esa patria socialista que no llegó de la mano de Allende. En esa guerra interna que las locas conocían muy bien, la canción de el unicornio azul tomó caminos impensables para el artista y la interpretación de la misma le cayó como un balde de agua: “en Chile nosotros los homosexuales hemos hecho nuestra la canción del Unicornio Azul, pensando que se refiere a un amor perdido e imposible”, sin embargo la respuesta de Silvio que no buscaba agradar ni mucho menos pues ya su rostro había cambiado de una sonrisa a una mueca de rabia, no fue para nada lo que esperaban, directamente les dijo que nada tenía que ver con un amor, que trataba sobre un hijo perdido en la guerrilla nicaragüense y que lamentaba mucho esa “confusión de temas”. Las preguntas que siguieron fueron ignoradas por el artista, aunque se sintiera que los rostros de los presentes giraron a mirar a las dos locas que insistían en saber el significado de otras canciones.

La anécdota no intenta convertirse en un perfil del artista, pues no basta un solo hecho para delimitar su vida, pero sí demuestra un rasgo bastante marcado de su personalidad amarga y acaso inflada. La crónica termina con un arco de transformación que demuestra el cambio de actitud, aunque no les agradara la reacción de Silvio, asistieron al recital y cantaron a pulmón herido todas sus canciones, pero las cosas habían cambiado mucho ya. La admiración hacia el cubano caía en ellas y cuando el show se lo estaba robando el pianista, comenzó con los acordes del unicornio para volver hacia su imagen la atención del público:

“ahí, mi amiga y yo nos miramos, y como de un acuerdo abandonamos el estadio, pensando que ése ya no era nuestro tema, que mejor íbamos a tratar de encontrar el unicornio perdido en los baños públicos y parques de la ciudad, donde no nos alcanzara la mirada rabiosa de Silvio, ni su aparatosa militancia que quizás nunca lo dejó jugar.” 3

Cerrando la crónica con una fina interpretación de la vida de un artista que ‘entregó’ su talento en pro de una revolución que lo mantuvo a flote pero que había sacrificado su humildad.

Él como testigo directo, como periodista, como escritor, como cronista, como artista innato. Sus polifacéticos rostros encontraron en el performance un camino ideal de denuncia, aunque no conocieran el término de estas representaciones fugaces, este fue el territorio ideal para que Las yeguas del apocalipsis, fueran incisivas en la provocación. La dictadura estaba acabando y aunque su estela de ruina todavía podía tocarlos, esto no fue ningún impedimento para que Lemebel y Francisco Casas reclamaran por medio del arte sus causas, la dignidad homosexual, la caída de un Estado asesino.

Roberto Bolaño, quien se convertiría en el impulsor de su reconocimiento mundial, decía en una carta a su amigo el poeta chileno Waldo Rojas que quería leer a Lemebel, porque “haber pertenecido a las Yeguas de la Apocalipsis recubre a cualquiera con un manto irreparable de tristeza, estrellas, desolación, desafío, etc.” 4 Esto lo dijo antes de que su novela Los detectives salvajes llegara a los ojos del mundo y con ella la fama que desde la clandestinidad y entrega a su oficio nunca esperó. En su regreso a Chile, luego de tantos años de exilio, en las entrevistas no dejó títere sin cabeza en la fauna literaria de su país que siempre consideró como lameculos. Solo algunos escritores pudieron salvarse de sus arrinconadoras críticas.

De regreso a España la primera pregunta que le hizo Jorge Herralde, su editor, fue sobre el panorama de la literatura chilena y “sin vacilar, dijo: Pedro Lemebel, y te he traído tres libros suyos” 5 Siendo la puerta de entrada hacia el reconocimiento en la literatura universal por medio de Anagrama. Seamos sinceros, Herralde no habría perdido la oportunidad de publicar a un éxito de ventas seguro.

Bolaño y Lemebel resultan ser bastante parecidos aunque sus estilos sean distantes. Ambos estuvieron siempre fuera de lugar, con un espacio negado para habitar, a la deriva. Lemebel utiliza como insumo literario (o periodístico) su vida y lo mismo se puede encontrar en la literatura de Bolaño. Tuvo que irse de Chile bastante joven y cuando regresó, el golpe de estado tenía prendidas las alarmas ante los militares que capturaban por sospecha a cualquiera. Él fue uno de ellos cuando recién regresaba al país. De no ser por un par de policías que fueron amigos suyos de chico, habría perdido cualquier oportunidad en medio de tantos detenidos-desaparecidos que dejó la dictadura. Roberto hizo de esa anécdota un cuento llamado Detectives y sus apariciones en su literatura siempre son claras por su personaje Arturo Belano.

Quiso proteger su vida y decidió no volver nunca más a Chile, declarándose como un outsider de por vida, ¿así que qué mejor que un fuera-de-lugar para presentar a otro fuera-de-lugar ante el mundo? y, ¿qué mayor logro que un escritor que sobrevivió como poeta y escribió sobre la poesía te catalogue como uno? con todo y el honor que eso supone, con todo y la maldición que manifiesta.

Bolaño dedicó muchas de sus páginas a hablar sobre poetas y escritores latinoamericanos perdidos en el mundo que resultan ser en repetidas ocasiones hechos autobiográficos. En Detectives Salvajes nos cuenta las peripecias de Belano y Ulises Lima al frente del Realismo Visceral (infrarrealismo), el movimiento que creó junto al poeta Mario Santiago en México con irreverencia contra los poetas consagrados; en ella se logra entender un poco esa vida sin rumbo, siempre en la marginalidad, la búsqueda de un lugar desconocido y nunca disponible. En Estrella distante aparecen los talleres de poesía chilenos y el misterio de un poeta-aviador que escribe en el cielo versos mientras asesina desaparecidos de la dictadura. En su libro a dos manos con A. G. Porta Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce, relata la vida de un escritor frustrado, siempre fuera de lugar, que termina delinquiendo.

Entre otros libros y muchos cuentos donde se expresa esa vida rastrera del poeta que se enfrenta al mundo:

“Un poeta lo puede soportar todo. Lo que equivale a decir que un hombre lo puede soportar todo. Pero no es verdad: son pocas las cosas que un hombre puede soportar de verdad. Un poeta, en cambio, lo puede soportar todo. Con esta convicción crecimos. El primer enunciado es cierto, pero conduce a la ruina, a la locura, a la muerte.” 6

Bolaño, luego de saciar sus deseos por conocer el trabajo de Lemebel decía que era uno de los mejores escritores de su país y el mejor poeta de su generación aunque no escribiera poesía. Y tiene mucho sentido, Lemebel parece ser de esos poetas que lo soportan todo: la dictadura, la segregación social, el partiduco comunista que tanto lo despreció, la pobreza, el abandono, el sida, el cáncer, la mirada lasciva de Silvio Rodríguez y todas las cicatrices de risas en su espalda producto de una sociedad homofóbica en extremo. Sin duda todos estas experiencias (¿desafortunadas?) hicieron que en él se creara la templanza, el carácter acérrimo e intransigente que demostró por sus causas. Por eso resulta algo sorpresivo que en apariencia se vea tan feliz y alegre con todo lo que sus ojos han visto y las dificultades que ha soportado.

En un fragmento de Detectives Salvajes, un personaje le plantea a otro un enigma, le pregunta sobre el destino de un poeta que por alguna razón cae en un país en guerra, no conoce a nadie y tampoco quiere buscar a nadie, no tiene dinero, se alimenta de desperdicios, ya ni escribe y su muerte parece inminente. Ante este escenario desalentador el que escucha quiere saber el final del enigma, el primero ya despistado le dice que no recuerda lo que estaba diciendo pero que pierda cuidado porque “el poeta no muere, se hunde, pero no muere”. 7 Y Lemebel ante este fragmento parece exigir una palabra más, porque en su caso el poeta no muere, se hunde, sonríe, pero no muere.

Por Stíver Peña

Estudiante de Periodismo de la UdeA

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