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Un viaje en el tiempo, por el final de todos los agostos…

Lo conocí un día de enero, con la luna en la nariz. Y como vi que era sincero, en sus ojos me perdí… No, mi historia no fue así. Realmente lo conocí un día que no recuerdo, en un mes cualquiera de hace algunos años. Teníamos un amigo en común, y entre interacciones por redes sociales de ida y vuelta, recibí un mensaje privado con un saludo de su parte. A partir de ahí, empezamos a cultivar algo que no sé como definir, a crear un lazo de esos que no son fáciles de explicar.

Hablábamos de política, economía, cine, música, de la situación del país y de muchos otros temas que tenemos en común. Nos halagábamos mutuamente, nos hacíamos compañía desde la distancia y nos fuimos convirtiendo poco a poco el uno en el soporte del otro.

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Pero un día me enteré de algo que rompió por completo todo lo construido. Sí, no nos habíamos visto frente a frente, pero habíamos construido algo, en medio de textos, de tweets, de llamadas nocturnas, logramos construir algo, que por culpa de otro algo que no se dijo terminó por quebrarse.

Nos alejamos. Él salió del país buscando otro camino, tratando de encontrarse, y yo me quedé aquí, siguiendo con mi vida. De vez en cuando nos saludábamos. Veía sus fotos en Facebook o Instagram y ese gusto tan fuerte que sentía, volvía a ver la luz. Algo se había roto, pero no por completo. Aún teníamos un lazo que se negaba a soltarnos.

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Hace un tiempo hablamos, frente a frente. Nunca habíamos estado físicamente tan cerca. Pude ver sus manos temblar mientras charlamos. Pude observar mi pie derecho zapateando sin descanso mientras lo miraba. Pude sentir más fuerte que nunca esa conexión que solo nosotros dos podíamos sentir, esa misma que parecía haberse roto, pero que solo necesitaba de ese instante para volver a ser la de antes, e incluso más fuerte que nunca.

Sin embargo, la vida había pasado para ambos, y cada cual tenía parte de un nuevo camino ya atravesado. Nos despedimos con un abrazo fuerte, un abrazo de esos que se esperan por mucho tiempo, de esos que llenan el alma, que te ponen frenético el corazón, que te hacen temblar las rodillas.

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Hoy, escribiendo esto, me pregunto nuevamente (me he cuestionado esto más de mil veces, no les miento), ¿qué sería de nuestras vidas si hubiéramos tomado el riesgo de entrelazar nuestros dedos y caminar uno al lado del otro? ¿Cómo serían nuestros días si hubiéramos dejado atrás los errores y los miedos? ¿Cómo sería mi existencia si hoy amaneciera a su lado?

No sé si algún día logre dar una sola respuesta a todas las inquietudes que eso, a lo que no le encuentro nombre, me genera. Seguramente seguiré imaginando escenarios, como muchas otras cosas que me pasan en la vida me llevan a hacer. Es posible que no consiga averiguar qué sería de mí si hubiera tomado otro tipo de decisiones.

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Soy un hombre que piensa y reflexiona mucho sobre su pasado, sobre las cosas que hizo y las que no, sobre las rutas que atravesó y las que dejó atrás, y sobre lo que es y lo que pudo ser. Esta historia que les cuento es una de esas que siempre están ahí, pero cuyo recuerdo volvió con fuerza luego de leer El final de todos los agostos de Alfonso Casas. Y por qué, se preguntarán ustedes. Pues la respuesta es muy fácil: porque ese libro es una pregunta sin respuesta, una constante búsqueda de algo que quizá no quiera encontrarse.

La vida de Dani (el protagonista del libro), al igual que la mía, y estoy seguro que de la de millones de seres humanos en este planeta, está llena de esos escenarios que no fueron, de esos dibujos que nunca fuimos capaces de terminar. Él está a punto de casarse con la persona con la que lleva mucho tiempo compartiendo experiencias, pero hay algo que lo inquieta y no lo deja tranquilo, y es saber qué habría pasado si Pumuki, alguien de su pasado, fuera con quien estuviera comprometido.

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Ese constante “¿y si…?” que va y viene como el sol día tras día, trae consigo dudas de todo tipo, desde haber tomado una u otra ruta de bus, hasta haber estudiado una u otra carrera. Dani me mostró su historia y el viaje en el tiempo que realiza para traer de vuelta todas esas vivencias que un día lo hicieron feliz, que en muchos sentidos lo definieron, y que sin duda alguna no lo han dejado en paz. Dani, al igual que yo, no puede dejar de escribir hipótesis en su mente, y de pensar en presentes alternativos que no son nada más que ilusiones, pues la realidad es otra.

Mientras tecleo (luego de haber borrado muchas cosas que ya había escrito), es imposible no querer regresar, no pensar en esos momentos en que pudimos elegir de otra manera, pues, aunque el hoy sea positivo, somos seres inconformes, disfrutamos suponiendo, y más cuando nuestra vida misma está inmersa en ese mar de divagaciones e incertidumbres. Somos seres que nunca dejarán de preguntarse “¿y si…?”.

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