Estaba terminando la primaria cuando a mis manos llegó el pintoresco “Manual de Urbanidad y Buenas Maneras”, escrito por el venezolano Antonio Carreño. Desconozco, para ser sincero, qué clase sirvió de excusa para que se me hiciera leer, aprender y reescribir algunos apartados de este sobrevalorado texto catalizador de hombres “honorables” y mujeres “virtuosas”. De lo que sí me acuerdo es de la manera sacra en que seguíamos la lectura del contenido del manual sin pensar que en algún momento podía ser objeto de cuestionamiento o reevaluación.

Fue así como con una veintena de estudiantes aprendimos que “…estas reglas (las de las buenas maneras y urbanidad) son más importantes para la mujer que para el hombre, por cuanto su destino la llama al gobierno de la casa y a la inmediata dirección de los asuntos domésticos…”. Creo que este tipo de aseveraciones son desde cualquier perspectiva más impositivas, en cuanto a la educación de género y la concepción que se les transmitía a los estudiantes de lo que es ser mujer, que las expuestas en cartillas del Ministerio de Educación, donde se pretendía enseñar a los estudiantes de Colombia a respetar la diversidad sexual.

Dejando por un momento el tema de las cartillas, también recuerdo que hubo un aparte que se nos hizo aprender y en el que se hizo énfasis especial: “En la mesa nos están severamente prohibidas las discusiones sobre toda materia, las noticias sobre enfermedades, muertes o desgracias de cualquiera especie, y la enunciación, en fin, de cualquiera idea que pueda preocupar los ánimos y causar impresiones desagradables”.

El profesor encargado de enseñarnos estas “buenas maneras” se limitó a decirnos que lo que se quería decir era que estaba rotundamente prohibido hablar de religión o política en la mesa. Años después comprendí que esto se hacía extensivo también a hablar de sexo.

No sé cuántas personas hayan tenido que leer este manual, pero lo que sí sé es que la norma de no hablar de religión, política o sexo en la mesa está interiorizada en nuestra sociedad. Pero lo que es necesario advertir en este punto es que esta interiorización es amañada, en efectos prácticos la norma es más bien algo así: no hablarás de posturas que desafíen la religión imperante, o la postura política imperante o la manera imperante cómo se entiende la sexualidad. Entonces esta norma funciona como garante de evitar razonamientos que pongan en peligro de transformación estas estructuras.

Lo que se nos vendió fue el sometimiento disfrazado de cortesía y lo que en realidad se buscó fue desincentivar que voces disidentes se pudieran formar y pronunciar. Se nos hizo creer que la mesa no era un espacio político, cuando en realidad es uno de los espacios más políticos a los que tenemos acceso.

Nos hicieron creer que los comentarios sexistas, homofóbicos, transfóbicos, clasistas, racistas, capacitistas, etc., no tenían un trasfondo político excluyente sino que eran expresiones normales del folclor de nuestra idiosincrasia.

La propuesta es entonces asumir la mesa como lo que es: un espacio de encuentro, diálogo y formación de personas y ciudadanos. Es ser conscientes de que nuestros comensales y acompañantes en la mesa son, a la larga, electores que en un sistema democrático como el nuestro van a contribuir con votos a proyectos políticos nutridos por las posturas normalizadas de almuerzos y comidas.

No hay excusa, no hay edad ni jerarquía que puedan impedirnos levantar la voz y propiciar discusiones para cuestionar y construir desde nuestros entornos familiares maneras más justas de entender el mundo y nuestra realidad. Apropiémonos de estos espacios y resignifiquémoslos de tal forma que a la larga se conviertan en pequeños núcleos de resistencia a los discursos fascistas y de odio que están tomando cada vez más espacio en nuestra sociedad.

Creo firmemente que tenemos una responsabilidad histórica inconmensurable de no permitir que las desgracias del fascismo se apoderen del mundo. También creo que situarnos en posiciones cómodas de simples espectadores nos vuelven cómplices de la tendencia preocupante de la proliferación de discursos de odio. Con todo esto sólo nos queda actuar, hablar y discutir.

¡Buen provecho!

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