No me imagino el paisaje tan escarpado por el que están transitando o tendrán que transitar muchos de los niños que fueron llevados por sus padres a la marcha contra “la ideología de género”.

No quiero ni imaginarme el sufrimiento de aquella persona que descubra que no cabe en la heteronormatividad y que recuerde con dolor, zozobra y angustia que sus padres caminaron por las calles y gritaron indignados arengas contra la posibilidad de que sus hijos recibieran una educación sexual completa y con base en la evidencia. Aquel ser recordará que “el mejor manual de convivencia es la biblia” y entonces se sentirá derrotado por no haber podido vencer la “tendencia” a contrariar los mandamientos de Dios. Se sentirá inferior, sucio, culpable, avergonzado y quizás nunca llegue ni siquiera a tener la oportunidad de aceptarse a sí mismo, ni a contarle a sus padres que tiene otras formas de ser y de amar. O quizás, ojalá así sea, huya lejos, muy lejos, para evadir la realidad y poder llegar algún día a ser libre.

Recuerdo el caso de un joven nacido y criado en una ciudad colombiana, de las más permeadas por el machismo, que apenas se graduó del colegio se fue a estudiar al extranjero. Siempre supo que tenía que salir de aquí, pues los apellidos de su padre, su posición social y económica y el contexto cultural de la ciudad, le iban a perseguir indefectiblemente su diferencia.

Siempre se sintió diferente y sus padres lo notaron. Se esforzaron en vano por tratar de uniformarlo: “no muevas tanto las manos”, “no te pares así”, “no camines así”, “no seas tan elocuente”, “no seas tan histriónico”, “mesúrate”, etc. Muchas veces escuchó a sus padres, a sus familiares y a sus amigos hablar despectivamente y con asco de los “maricas”, “cacorros”, “torcidos”, etc. Pero lo que más le asustó, mortificó y le dolió, incluso después de muchos años, fueron esas mismas palabras y comentarios proferidas por sus propios progenitores. Por alguna razón cuando las humillaciones provienen de quienes nos dieron la vida son doblemente dolorosas e inolvidables. Un padre y una madre no saben el daño que pueden hacerle a sus hijos con tan solo una palabra.

Cuando el joven de esta historia llegó a la adolescencia sus padres lo exhortaron a ingerir licor, pues era algo que “todos los adolescentes hacían”. Alcoholizarse en la adolescencia, infortunadamente, sigue siendo sinónimo de masculinidad. Las formas tóxicas de la masculinidad convirtieron la borrachera en un deporte y el que más “aguante” más “hombre” y más “fuerte” es. Por eso no es raro que hayan niñas que se sientan atraídas hacia el más borracho, hacia el más peleón, hacia el que mejor encaja en las formas perjudiciales de la masculinidad hegemónica de este patriarcado.

Este joven aprendió, por instinto de supervivencia, a “comportarse”, pero nunca abandonó la idea de irse del país. La posibilidad llegó cuando se ganó una beca para estudiar en Canadá. Lleva años viviendo por fuera, hizo su vida, es independiente económicamente y pudo ser quien realmente es.

Una vez me contó que tuvo que hacer terapia para sanar todas sus memorias dolorosas y creencias erróneas que le habían causado tanto malestar hacia sí mismo y hacia sus padres. Estando por fuera se dio cuenta de que no le entusiasmaba la idea de volver a Colombia, ni siquiera de visita. Llegó el punto en que se tenía que esforzar por hablar con sus padres, pues no le provocaba en lo más mínimo saber de ellos. Incluso llegó a fingir palabras de cariño. No era que los odiara ni que hubiera dejado de amarlos, pero quería un tiempo sin ellos. Decidió alejarse, les contó sus intenciones, y lo hizo. Para ese entonces ellos ya sabían de su homosexualidad.

Al sol de hoy su padre no acepta la idea y prefiere tenerlo lejos, muy lejos. Su madre sufrió lo inefable, pero la vida y su amor le permitieron adquirir consciencia y ahora lo acepta y lo ama tal como es.

Tuve la oportunidad de hablar con ella y está arrepentida. Mira hacia atrás con dolor y halla una justificación: “Todo lo hice por protegerlo”. Ella siempre supo que su hijo era diferente y trató de negárselo a sí misma y de tratar de “corregirlo”. En una sociedad tan hostil hacia todo tipo de diferencia, muchos deciden meterse en un molde, así no quepan, para evitar sufrir. Y eso fue lo que intentó, en vano, esta madre: ahorrarle un sufrimiento.

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