Si usted está leyendo esto, respire profundo y siéntase afortunado porque sí, sobrevivió a una pandemia. Un evento de escala global que muchos solo esperábamos que ocurriera como parte de alguna película de terror con un americano apocalipsis zombie. Sin embargo, la realidad superó la ficción y, según cifras oficiales de la Organización Mundial de la Salud – OMS, el virus le arrebató la vida a más de seis millones y medio de personas, pero el subregistro podría multiplicar la cifra hasta por tres.

Lo cierto es que aquí estamos, con un cúmulo de experiencias con el virus que son tan únicas, íntimas y personales que se quedarán para siempre con nosotros; todos perdimos a alguien, todos perdimos algo: solo queda agradecer, recordar y vivir… por los que ya no están.

Cuando detonó la pandemia y con ello empezaron las cuarentenas, decidí escribir un cuento corto que nunca terminé. Era una historia pretenciosa que lucía más como un fanfiction de los Juegos del Hambre versión gay. Contaba cómo el mundo se había echado a perder, consecuencia de la pandemia y cómo, los más religiosos y conservadores, lograron acceder al poder en una suerte de gobierno global y totalitario, luego de sembrar con éxito la narrativa de que el virus había sido un castigo merecido para una sociedad permisiva con los homosexuales. Los dos chicos protagonistas tenían que sufrir la persecución, la violencia, la discriminación de un mundo que les culpaba por el caos pandémico. ¡Qué innovador!

En retrospectiva, el intento de cuento terminó siendo más un registro de las realidades que enfrentamos las personas con orientaciones sexuales e identidades de género diversas que una obra producto de la fantasía y el exceso de series. Un informe presentado ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en julio de 2020 puso en evidencia el impacto que la pandemia por COVID-19 estaba teniendo en las personas LGBTIQ+ y cómo esta afectaba de manera desproporcionada a las poblaciones y sectores sociales más vulnerables, fueron más de 1.000 voces de 100 países del mundo que aportaron la evidencia, numérica y anecdótica, que permitió reconocer y agrupar las principales afectaciones sobre los cuerpos y las vidas de las personas diversas.

La violencia aumentó en todas sus expresiones, personas aisladas y encerradas con familias que incluían agresores; disparidades sociales, especialmente en personas trans que dependían de ingresos económicos informales para su sustento; barreras para acceder a servicios de salud ante un sistema que priorizó la respuesta a la pandemia y postergó otros servicios como los de salud sexual y reproductiva.

Y por supuesto, no pudo faltar lo que motivó el inicio de mi cuento: Naciones Unidas reconoció la demonización como un riesgo que vulneraba los Derechos Humanos y que acentuaba las demás alarmas. Discursos políticos y religiosos se tejieron alrededor de la idea de que la pandemia era producto de la existencia misma de las personas LGBTIQ+, ubicándolas como “foco de contagio” y exacerbando las intenciones de lastimar y eliminar. La historia se repetía, el estigma hacia quienes viven con VIH tuvo un origen similar.

Lo que vivimos y hablo en plural, omitiendo mis privilegios, pero reconociéndome parte de la población diversa, estuvo lejos de ser un futuro distópico como nos lo vende el cine, la literatura y mi intento fallido de cuento. Fue y es una realidad, vivimos la distopía.

ARTÍCULO PUBLICADO EN LA REVISTA EGOCITY N°17 – PRIMAVERA QUEER (CLIC AQUÍ PARA VERLA COMPLETA)

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